Ahora, en este orfanato de la muerte, susurró las palabras que le había oído susurrar a su abuela en tantas ocasiones: «Hananim, por favor, sálvame, rescátame. Reúneme con mi familia». Meses antes, sus padres la habían llevado a ella y a su hermano con un tío, mientras se iban a China a buscar a sus hijas mayores que estaban desaparecidas.
El tío, con su sobrina y su sobrino bajo el mismo techo, tenía ahora que encargarse de cinco personas. Al principio, había sopa de arroz, pero se acabó pronto y la familia tuvo que comer sopa de hierba.
Como los padres de Eun Hye no regresaron, el tío le dijo que solo podía cuidar a uno de los dos, no había comida para todos. Eun Hye abandonó la casa y probó suerte en la calle. No tenía hogar ni un plan, ningún lugar al que acudir.
«Por favor, sálvame de esta situación, del sufrimiento y de la muerte».
Esa fue la primera vez que oró al Dios de su abuela. «Señor, me he quedado sin padres, sin hermanos y sin casa. ¡Mi vida es tan dura! Por favor, sálvame de esta situación, del sufrimiento y de la muerte». Fue una oración sin convicción; no una de esperanza, sino de desesperación.
Tan solo unas semanas después fue atrapada por la policía que la llevó a un centro para niños de la calle. El lugar estaba atestado con unos 2000 niños. Eun Hye tuvo que quedarse en un pequeño edificio que albergaba a unos 200, sin ni siquiera espacio suficiente para sentarse. Tenía que estar de pie de día y de noche, y se le hinchaban las piernas.
Nadie quería ir al baño a menos que no hubiera otra opción, pero Eun Hye llegó a apreciar esos momentos a solas con el Dios de su abuela. «Señor, sálvame del dolor, de la tristeza y de la muerte».
Meses después de su llegada al centro, los guardias pidieron voluntarios para trepar y recoger castañas de los árboles de las montañas, lo que implicaba un viaje largo y difícil.
Eun Hye no tenía intención de participar en lo que podría convertirse en una marcha hacia la muerte, pero entonces escuchó una voz en su cabeza: «Ve. Preséntate voluntaria».
De alguna manera, supo que se trataba de la respuesta a sus oraciones en el baño, y se unió al grupo. Caminaron durante varios días y recorrieron unos 100 kilómetros hasta llegar a las montañas. Tuvieron que cruzar un gran pantano en unas barquitas. Dos niños se subieron a los árboles a tirar las castañas, mientras que otros dos se quedaban abajo para recogerlas.
Eun Hye se aseguró de no tener que subir a los árboles. No había ninguna forma de huir, pero miró a la niña mayor que estaba a su lado: «¿Quieres escapar?». «Sí», respondió. Las atraparían si intentaban robar una barca para cruzar el pantano. «¿Sabes nadar?», le preguntó Eun Hye. La niña negó con la cabeza. De nuevo, Hye oró por ayuda.
Salieron corriendo del árbol y fueron sendero abajo por la montaña. Encontraron una cuerda y cuando llegaron al pantano, se la ataron a la cintura. Eun Hye usó toda su fuerza para nadar tirando de su amiga por el agua.
De alguna manera alcanzaron la otra orilla sin problemas. Entonces, tomaron caminos separados.
Al final, Eun Hye llegó a su pueblo. Se acercó a una pareja mayor a la que ya conocía, la cual había perdido un hijo a causa de la hambruna y solo podían cuidar de Eun Hye unos días. Ella oró: «Dios, no tengo adónde ir. Mi futuro es tan lóbrego… por favor, guíame».
Los dejó y se fue al campo. Allí se topó con un montón de hojas de maíz que tenían algunos trozos dentro, lo que la ayudó a sobrevivir.
Luego la acogió la familia de un campesino y estuvo a salvo durante un tiempo. Pasó de orar por sobrevivir a hacerlo por encontrar a su familia. «Gracias, Señor, por lo que has hecho por mí. ¿Podría seguir viviendo aquí? Y por favor, ayúdame a encontrar a mi familia».
Un día, una familia norcoreana que conocía el paradero de Eun Hye se puso en contacto con ella: «Tu padre está con nosotros».
Había orado sin fe, pensaba que había perdido a su familia para siempre y ahora, ¡su padre había regresado de China a por ella! Una vez que se reunieron, este le explicó que tanto él como su madre habían estado viviendo con su tía china: «es creyente y asiste a una iglesia».
Eun Hye no tenía ni idea de quién era este Dios al que ella llamaba «Hananim». Su padre, que él mismo llevaba poco tiempo en la fe, le explicó lo que sabía: «A partir de ahora, la única manera de vivir es orando a Dios. Pídele que nos ayude a regresar sin peligro a China para que toda nuestra familia vuelva a estar unida».
«A partir de ahora, la única manera de vivir es orando a Dios».
Fueron al río fronterizo entre Corea del Norte y China. Su padre se ató a su hijo con una cuerda mientras Eun Hye nadaba sola. Cuando finalmente llegaron a la casa de su tía en China hubo una fiesta. Eun Hye le contó a su madre sobre sus oraciones en Corea del Norte.
Ese domingo, fue a la iglesia y pudo oír a otras personas orar con los mismos gestos y las mismas palabras que su abuela, tantos años atrás.
No entendió el sermón, pero se sintió en casa. Se dio cuenta de que las oraciones de su abuela, de su madre, de su padre y de otros creyentes le habían permitido llegar a China a salvo. «Estaba tan agradecida».