Mi nombre de nacimiento fue lo primero que se llevaron al llegar aquí. Mi nombre es «Prisionera 42». Cada mañana llaman a la «42». Al ponerme de pie, no me permiten mirar a los guardias. Tengo que levantarme, poner las manos detrás de la espalda y seguirlos a la sala de interrogatorios donde paso horas y horas todos los días.
Siempre me hacen las mismas preguntas: «¿Por qué estabas en China? ¿Con quién te reunías? ¿Fuiste a alguna iglesia? ¿Tenías una Biblia? ¿Te reunías con surcoreanos? ¿Eres cristiana?».
Cuando terminan, me devuelven a la celda, que es cálida durante el día, pero fría de noche. Es tan pequeña que apenas puedo tumbarme. De todas formas, no permiten que me tumbe mucho. Tengo que ponerme de rodillas con los puños cerrados, ni siquiera me permiten abrir las manos.
Estoy en aislamiento porque piensan que creo en Dios. Intento distraerme del dolor y de la soledad recordando a mi abuelo. Él creía en Dios, pero no me di cuenta cuando era pequeña. Los domingos solía decirme que saliera a jugar fuera de casa y yo no entendía por qué.
«Pero Dios ha cuidado de mí, y oro y creo que también cuida de ellos; tengo que hablarles de mi Dios de amor».
Cuando hui a China a causa de la hambruna en Corea del Norte, conocí a cristianos que cuidaron de mí y me compartieron el Evangelio.
Entonces, una noche, soñé con mi abuelo. Lo vi sentado en un círculo con otros hombres, había una Biblia en medio y todos estaban orando. En mi sueño le gritaba: ¡yo también creo! Pensaba que yo había sido la primera persona de la familia en seguir a Dios. Entonces me di cuenta de que Él me estaba mostrando que venía de una familia cristiana.
Pero un día, todo se torció. Iba caminando por la calle cuando un coche negro se detuvo cerca de mí. El conductor y otros hombres salieron del vehículo y me agarraron. Intenté resistirme, pero no pude escapar. Me empujaron dentro y cuando cerraron la puerta y el coche se empezó a alejar, me di cuenta de que mi vida había llegado a su fin.
Después de unas semanas en una celda en China, me entregaron a las autoridades norcoreanas que me trajeron a esta prisión. Tuve que desnudarme y me registraron cada parte del cuerpo por si llevaba algo escondido. Me ordenaron que me pusiera prendas diferentes de ropa que no me quedaban bien; seguramente fueron de otra prisionera. Me raparon la cabeza y me trajeron a esta celda.
Estoy tan sola aquí. Sé que hay otros prisioneros, puedo escuchar sus voces, pero nunca los veo. Sin embargo, puedo orar, nunca en voz alta, solo en mi corazón. Ya ha pasado un año y no sé cuánto tiempo sobreviviré. Un día me llamarán y no me moveré, habré muerto aquí. Se desharán de mi cuerpo y le pondrán mi ropa a la siguiente prisionera que llegue, que se convertirá en la «prisionera 42».
Estaba equivocada porque de alguna forma sobreviví, pero ya no soy la «Prisionera 42», sino la número «1445».
Hace dos años, me sacaron de la celda y me llevaron a juicio. Mi constancia dio fruto, no me declararon culpable de ser cristiana. En el juicio, no tuve ningún abogado que me representara. Estuve de pie delante del juez con los guardas detrás de mí.
Mi marido estaba allí también y me miraba con los ojos más tristes que había visto nunca. Yo sabía que había estado llorando, quería decirle tantas cosas y sabía que él también quería hablar, pero no pudimos decirnos ni una sola palabra. El juez le preguntó si quería divorciarse de mí y él contestó que sí. Me partió el corazón, pero tuvo que tomar esa decisión por el bien de nuestros hijos, los hubieran castigado a todos de no haberse divorciado
Luego me sentenciaron a cuatro años en un campo de trabajo. Había pasado doce meses en prisión y durante ese año no vi la luz del sol. El mero hecho de que me sacaran y sentir el viento fue maravilloso, pero la felicidad desapareció cuando llegué al campo de trabajo.
Vi cuerpos amorfos en movimiento. Tardé un momento en darme cuenta de que se trataba de personas. Algunas estaban encorvadas, a otras les faltaba un brazo o una pierna. Me miré las extremidades, eran tan finas que parecían cerillas; mi aspecto no era mucho mejor que el de esos reclusos.
En el campo, trabajo doce horas al día o a veces más. Cada día es una larga pesadilla, pero al menos, ya no estoy sola en la celda. Un día que estaba enferma, me permitieron quedarme en el barracón, el edificio donde cientos de nosotros nos apiñábamos para dormir.
Creía que estaba totalmente sola hasta que me fijé en una esquina donde había una manta que se movía. Me quedé mirando y me di cuenta de que había alguien debajo. Fui de puntillas hasta la manta y escuché con atención. Los sonidos apenas eran audibles, pero eran familiares.
De repente me di cuenta de lo que ocurría: era una mujer que estaba orando. Me volví a mi colchón y la observé durante muchos días. Una vez que estábamos fuera trabajando, cuando no había nadie alrededor, me acerqué y le dije «saludos en el nombre de Jesús». Casi le dio un ataque al corazón de lo sorprendida que estaba de encontrarse con otra creyente; menos mal que la pude tranquilizar rápido.
«De repente me di cuenta de lo que ocurría: era una mujer que estaba orando».
Organizamos una iglesia clandestina en el campo. Cuando nos reuníamos y nos sentíamos lo suficientemente seguros, orábamos el Padrenuestro. De hecho, ella era es mucho más valiente que yo y también les hablaba a otros de Cristo, por eso, un día vinieron a llevársela en coche. Cuando la vi irse, supe que se la llevaban a una prisión de máxima seguridad, nadie salía vivo de allí.
Aquí estoy en mi barracón, pero no por mucho tiempo. Dios ha estado conmigo. Ayer me anunciaron que iban a liberarme y no sé por qué, ya que solo he cumplido dos años. Lo primero que haré cuando salga es buscar a mi marido y a mis hijos. Mis hijos han crecido mucho, hace años que no nos hemos visto. Pero Dios ha cuidado de mí, y oro, y creo que también cuida de ellos; tengo que hablarles de mi Dios de amor.