Anya, de ahora 42 años, aceptó a Cristo junto con su familia en 2012. En ese tiempo eran los únicos cristianos de la aldea, aunque en poco tiempo el número aumentó. De 2 familias pasaron a ser unas 30. Sin embargo, tal y como aumentó el número de personas que rendían sus vidas a Cristo, también lo hizo la persecución.
Vistos como traidores, inmediatamente fueron puestos bajo vigilancia. Al año de iniciar sus actividades como iglesia, las autoridades locales llegaron a la zona y montaron un puesto de control en la localidad. La presión era tal que dos espías se hicieron pasar por nuevos convertidos para vigilar la actividad de Anya y los demás creyentes.
Fieles a Cristo, el hecho de ser vigilados no les detuvo y la iglesia creció aún más. En 2015 habían pasado de ser 109 creyentes a unos 678.
Ese mismo año Anya y su padre fueron encarcelados junto a otros cristianos.
“La policía y los soldados nos arrestaron y nos encarcelaron durante 13 meses. Pasamos 6 meses en una celda muy fría encadenados de manos y pies. Atadas a las cadenas de los pies habían puesto pesas de metal de 5 kg cada una” nos cuenta Anya.
De forma continua, eran sometidos a castigos de especial dureza. Uno de los colaboradores de Anya fue colgado boca debajo de un árbol durante una hora. Lo soldados le llenaron de hormigas rojas, cuyos mordiscos causan extremo dolor, quemazón e irritación en la piel y en suficiente cantidad puede resultar mortal para algunas personas. En otra ocasión, los cristianos fueron esposados en grupos y fueron colocados bajo la exposición directa del sol abrasador, durante 4 días. A parte de castigarles mediante el dolor físico, mucha de estas acciones buscaba la humillación de los presos delante de la aldea.
Un domingo, Anya y su padre fueron liberados, a lo que instantáneamente fueron directos a la iglesia a alabar y dar gracias a Dios. Cuando los soldados escucharon esto, se dirigieron hacia allí y los apuntaron con pistolas y rifles, amenazándolos. Ellos no cedieron.
La persecución era continua, y muchos fueron encarcelados. Cada semana sufrían ataques y la presión nunca disminuía. El cristianismo es visto como una religión extranjera, invasora. Muchos cristianos son acusados de apoyar al gobierno de los EEUU aun sin haber puesto un pie fuera de la aldea en su vida.
Ante esta situación, Anya comenzó a buscar manera de demostrar que él no era un traidor, es más, que su fe le hacía amar aún más a todos. Gracias a Dios, Anya recibió formación para demostrar su deseo de una forma práctica.
Anya es miembro de la tribu Bru (gente de los bosques), muchos de ellos viven en aldeas remotas en las montañas de Laos. La atención médica en la zona es un gran desafío ya que las distancias son muy grandes y la infraestructura de carreteras muy escasa. Ni siquiera era capaces de proveer primeros auxilios ya que la situación hacía que el acceso educación fuera muy complejo.
Anya pudo ser capacitado para proveer atención médica básica, y ayudar en un rango amplio de situaciones cotidianas y útiles tales como el tratamiento de la artritis, infartos o ayudar a una madre en el parto.
“La presión por parte de las aldeas ya no es tan fuerte. Ellos saben que soy voluntario y que vengo a ayudarles, las personas ya no me tienen miedo. Doy gracias a Dios por permitirme haber participado en el programa”.
Una de las personas que participó en el programa con Anya nos cuenta:
“En una ocasión nos encontramos a una mujer que sangraba mucho, y a un hombre que no podía mover sus brazos. Apliqué lo que había aprendido y oré a Dios por su sanidad. Pudieron recuperarse y hoy asisten a la iglesia e incluso invitan a otros”.
La iglesia de Anya tiene ahora 580 miembros. El martillo no pudo aplastar su fe, y ahora es esta fe la que trae sanidad física y espiritual en los rincones más remotos de Laos.
Puertas Abiertas pudo capacitar a Anya para que pudiera proveer asistencia médica a personas en necesidad. Gracias a tu apoyo Anya y otras personas pueden suplir las necesidades médicas y espirituales de estas personas, llevando el evangelio dónde quiera que van.